En nuestro viaje por la vida, coleccionamos encuentros. Algunos se convierten en presencias constantes, otros nos acompañan durante un tramo del camino y muchos son apenas un cruce fugaz. Solemos dar un valor inmenso a la permanencia, pero ¿y si la importancia de una conexión no se midiera en tiempo, sino en la profundidad de la huella que deja? He llegado a creer que cada persona que encontramos, sin importar la duración de su estadía, tiene el potencial de ser un maestro, y a veces, las lecciones más profundas vienen de quienes apenas rozan nuestra existencia.
Los Tres Tipos de Maestros en Nuestro Camino
Si lo pienso, podría clasificar a las personas que llegan a mi vida en tres grandes grupos:
Las que permanecen toda la vida: Esa familia elegida y de sangre que se convierte en nuestro pilar constante.
Las que llegan por un instante: Un cruce de miradas, una sonrisa de un extraño, una palabra amable en el momento justo. Son encuentros breves, a veces sin siquiera intercambiar nombres.
Las que llegan por una temporada: Amigos de una etapa, compañeros de trabajo, parejas que nos acompañan durante un capítulo de nuestra vida y luego siguen su propio camino.
Instintivamente, podríamos crear una jerarquía de importancia, pero la vida me ha enseñado que todas pueden ser igualmente cruciales. A veces no es necesario que alguien esté toda la vida contigo; hay ocasiones en que, sin cruzar una sola palabra, alguien de alguna manera deja una enseñanza profunda y duradera en tu ser.
El niño: el maestro de la pureza olvidada
De todos los maestros instantáneos, los más poderosos suelen ser los niños. Son almas inocentes que actúan como espejos perfectos. En su risa, en su curiosidad sin límites, en su capacidad de asombro y en su llanto honesto, nos recuerdan la pureza de nuestro propio ser original, ese que existía antes de que empezáramos a cubrirlo con las capas del deber ser, el miedo y las expectativas sociales.
Un niño no tiene filtros. Es un ser auténtico. Y al observarlo, aunque sea por un instante en un parque o en la calle, nos regala un destello de esa esencia que también habita en nosotros. Nos recuerda cómo éramos antes de complicarnos, y esa simple memoria es una lección invaluable.
El salto cuántico
Ese recordatorio que nos traen los niños de afuera es una invitación a conectar con el niño o la niña que todos fuimos y que sigue viviendo dentro de nosotros. La mayoría de las huellas más profundas, tanto las heridas como las alegrías, fueron marcadas en esa etapa de nuestra vida.
Por eso, es tan importante establecer un diálogo con ese niño interior. Escucharlo, entender sus miedos, validar sus sentimientos y sanar sus heridas. Cuando hacemos esto, cuando abrazamos a ese niño que fuimos, algo mágico sucede en nuestra vida actual. Empezamos a resolver situaciones que antes se nos atascaban, reaccionamos con menos carga emocional y encontramos más ligereza. Es como dar “saltos cuánticos” en nuestra propia conciencia, donde sanar el pasado nos permite vivir un presente mucho más libre y feliz.
La vida nos pone delante a los maestros que necesitamos, en el formato que necesitamos. A veces será un amigo de toda la vida, otras, un niño desconocido cuya risa nos ilumina el día. La clave está en mantener los ojos y el corazón abiertos para reconocer la lección. Y sobre todo, en usar esos encuentros como un puente hacia nosotros mismos, hacia ese niño interior que espera ser escuchado para recordarnos que, bajo todas las capas, nuestra esencia sigue siendo pura, curiosa y llena de luz.

cada persona que encontramos, sin importar la duración de su estadía, tiene el potencial de ser un maestro
y a veces, las lecciones más profundas vienen de quienes apenas rozan nuestra existencia.