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Hace apenas unos días, el calendario marcó mi cumpleaños. Un número, casi 50, que en ocasiones resuena grande en mi mente, casi ajeno a la conciencia de quien lo porta. Y es que mi espíritu, mi mente y mi cuerpo parecen vivir en un anacronismo bendito; siento como si mi estancia en esta vida no llevara tanto tiempo, como si el alma apenas estuviera naciendo y la escuela de la vida abriera sus puertas cada mañana. Es por eso que, para mí, la edad es solo un número que jamás definirá la plenitud de la experiencia.
Tengo la fortuna de presenciar la maravilla de los amaneceres, cuando el cielo comienza a pintarse de colores mientras paseo a mis perros. Estos son pequeños regalos que me obsequio tan seguido como puedo, momentos de conexión y profunda gratitud que nutren el alma. El día de mi cumpleaños, esa gratitud se multiplicó con los muchos mensajes de cariño que recibí, leídos y respondidos con un corazón agradecido, mientras la jornada avanzaba entre el trabajo y los pendientes.
Pero la celebración interna, ese eco de alegría, tenía reservada una sorpresa mayor para el fin de semana. Una comida con amigos se presentaba como el plan perfecto para festejar, y no voy a mentir, por un instante, una pequeña parte de mí creyó que era parte de una orquestación mayor, un plan maestro de mi esposo, que supuestamente llegaba ese día de viaje y con quien pensaba reencontrarme en casa al anochecer. Conforme la tarde transcurría, esa idea inicial se desvaneció, y al llegar a casa, deseando solo descansar, abrí la puerta. Todo estaba en penumbra hasta que un coro vibrante de voces exclamó: “¡Feliz Cumpleaños!”.
La sorpresa fue inmensa. Esa idea original que había desechado, esa “orquestación”, se había materializado de la manera más hermosa y perfectamente planeada. Amigos con los que había comido, y otros seres queridos, se habían dado cita en mi hogar. Personas que aprecio profundamente se prestaron para este evento, creando un momento mágico e inolvidable.
En medio de la alegría de ese festejo, fui agasajado con presentes y muchos regalos mágicos, que recibo con los brazos abiertos y muchísima gratitud. Sin embargo, el más grande y preciado de los obsequios fue la disposición de todos y cada uno de los que colaboraron con este plan orquestado. Cada persona hizo una aportación enorme para que todo fuera perfecto, desde quienes aportaron ideas para la preparación de los deliciosos manjares que se degustaron, hasta el ingenio en la decoración, la ayuda para acomodar el lugar y cada pequeño detalle. Pero, sobre todo, fue la aportación de su esencia, de su energía y alegría, lo que hizo que las cosas fluyeran de una manera tan armónica. Sin duda, debe haber muchos más detalles que seguramente estoy omitiendo, pero el agradecimiento es para todos y por todo.

Agradezco infinitamente a Mike, mi esposo, porque a pesar de sus ocupaciones y momentos de estrés, encontró el espacio para organizar y coordinar cada detalle. Fue un recordatorio conmovedor de que, cuando menos lo espero, siempre hay razones para que mi capacidad de asombro me lleve por nuevos paseos emocionales. Y, sobre todo, una lección profunda: estamos siempre construyendo cosas, aprendiendo a través de las acciones de otros a conocernos mejor, a ser más agradecidos y a intentar ser recíprocos de alguna manera. Gracias a la vida y a la maravillosa manera en que todo funciona.
Este artículo es un mensaje de agradecimiento enorme a todas y cada una de las personas que formaron parte de esta celebración, y a quienes, aunque no estuvieron presentes físicamente, estuvieron desde donde tenían que estar. Amigos, familia, y nuevos amigos que se convierten en familia… todo fluyó de una manera perfecta, recordándome la felicidad de vivir el presente y la bendición de coincidir con las personas correctas en este hermoso camino.