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A menudo, uno solo busca tener una conversación simple. Hablar de cosas cotidianas, de pequeñas responsabilidades que compartimos con otros. Sin embargo, hay momentos en que un comentario inocente es percibido del otro lado como una agresión. Y de repente, el puente del diálogo se derrumba. La conversación es reemplazada por un reclamo, un gesto de desaprobación o un silencio incómodo que lo congela todo. ¿Qué hacemos con las palabras que se quedan flotando en ese vacío?
Cuando una conversación externa termina de manera tan abrupta, en mi propio sentir, no desaparece; se muda. Se traslada a un espacio interior donde sí puede existir. Es allí, en mi mente, donde se lleva a cabo el diálogo que no pudo ser. Converso con esa otra parte —la que no admite el comentario— y resuelvo en mi fuero interno esa situación tan simple que afuera se tornó compleja. Este monólogo se convierte en un refugio, un lugar seguro para procesar lo que no se pudo expresar y encontrar una sensación de cierre, aunque sea unilateral.
Esta experiencia me ha dejado algo muy claro: los procesos de cada persona son individuales y, en ese sentido, uno no puede hacer mucho para cambiarlos. A veces creemos en un ideal, en “lo que debería ser” una conversación, pero la realidad, en lo que refiere “al otro”, no depende de nosotros. La verdad es que no todas las personas vibramos en la misma sintonía.
Las luchas que uno ha vivido, las heridas que ha trabajado y las lecciones que ha integrado, nos afinan de una manera particular. Pero esas batallas internas no son necesariamente las de los demás y, por consiguiente, no siempre se entienden nuestros puntos de vista. No es por maldad, es simplemente porque resuenan en frecuencias distintas, moldeadas por experiencias diferentes.
Al principio, la frustración es inevitable. Uno quisiera que el otro comprendiera, que el diálogo fluyera. Por eso, a veces, recurro a pequeñas acciones que, sin palabras, intentan expresar mi sentir, esperando que del otro lado haya una eventual comprensión. Pero he aprendido que el trabajo más importante no está en lograr que el otro me entienda, sino en sanar mi propia reacción ante su incomprensión.
El verdadero desafío es lidiar con esa “otredad” que me genera sentires y me saca de mi propia frecuencia. Es un trabajo continuo para poder entender, asimilar y sanar las sensaciones que provocan en mí esas reacciones que vienen de fuera. Se trata de aprender a mantener mi paz interior, incluso cuando el mundo exterior está en disonancia.