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Creo que en la vida tenemos dos familias. La primera es aquella en la que nacemos; algunos dicen que la elegimos antes de llegar a este mundo para aprender lecciones específicas. La segunda es la que vamos escogiendo en el camino. No nos une la sangre, sino algo igual de poderoso: la coincidencia, la vibración, el sentir. Esta es la crónica de cómo, casi sin buscarlo, mi esposo y yo encontramos una de estas tribus elegidas en un grupo de meditación.
Hace poco nos integramos a un grupo que se reúne los martes. Es una comunidad que, en parte, ya compartía un lazo forjado en un retiro espiritual y que generosamente mantiene la puerta abierta para quienes, como nosotros, llegamos después. Durante 40 minutos, algunos de sus miembros dedican su tiempo y su energía a guiarnos en un viaje sonoro. Los cuencos, el didgeridoo y otros instrumentos que evocan la naturaleza llenan la sala, y el tiempo se detiene.
Es un lapso breve, pero increíblemente profundo. Es el tiempo suficiente para que el cuerpo se relaje, la mente se silencie y las cosas que llevamos por dentro, esas marañas de emociones y pensamientos, empiecen a manifestarse para ser liberadas.
“La vibración es el lenguaje primario del universo. Antes de la palabra, estaba la frecuencia; por eso, lo que no podemos explicar con la mente, a menudo lo entendemos con el cuerpo.”
Encontrando una Familia en la Frecuencia del Sonido
Siempre me ha fascinado la idea de que somos seres vibracionales. Nuestro cuerpo, como todo ser vivo, está compuesto en su mayoría por agua. El científico Masaru Emoto demostró en su famoso experimento cómo las vibraciones —ya sea de palabras, pensamientos o música— alteran la estructura molecular del agua, creando patrones de caos o de hermosa simetría.
Esa es exactamente la sensación durante estas sesiones. La vibración de los cuencos y del didgeridoo parece repercutir directamente en nuestra agua interna. Emociones y pensamientos son removidos, recompuestos y, muchas veces, se reflejan en una sensación física muy clara. Al terminar, cada uno se va a casa con una tarea invaluable: la de interpretar esa nueva disposición interna, de aplicar ese conocimiento recién revelado para seguir sanando.
“Lo que llamamos ‘conectar’ con alguien no es más que un acto de resonancia: dos vibraciones que se reconocen, se armonizan y se amplifican mutuamente.”
Siento con una certeza absoluta que en ese grupo “estamos quienes debemos estar”. No creo que sea una casualidad, sino una “causalidad”: una serie de causas y efectos que nos llevaron a coincidir en este preciso momento y lugar porque teníamos algo que aprender los unos de los otros.
Y es aquí donde quiero anclar el sentimiento más importante: la gratitud. Primero, un agradecimiento inmenso a Tanita, por abrirnos generosamente las puertas de su espacio, creando un refugio seguro para esta práctica. Y, por supuesto, gracias a Judith, Chuy y Oscar, por dedicarnos su tiempo y su energía al guiarnos con los instrumentos. Su talento y su entrega son el corazón de esta experiencia.
Finalmente, gracias a todos y cada uno de los miembros que, después de la meditación, convierten ese espacio en un círculo de confianza. Gracias a quienes se han abierto y han compartido parte de su camino, sus luchas y sus alegrías. En su vulnerabilidad, nos dan permiso a los demás para ser vulnerables también, y es en ese acto de compartir donde la tribu se convierte en familia.